Habitar el asombro - Sara Betancur

HABITAR EL ASOMBRO

La primera vez que intenté huir de mis preguntas tenía 18 años y todavía estaba en la universidad. Me acuerdo que alguien, -tal vez Efraín-, me dijo: “el problema con las preguntas es que viajan con uno”. No le creí, aunque tenía toda la razón del mundo y estaba a punto de comprobarlo.

La última vez fue diez años después.

En abril de este año decidí irme para Londrés. Excusé el viaje con un montón de argumentos racionales. Pero, de fondo, sabía muy bien que se trataba de otra huida.

Me gusta creer que la idea de embarcarme en ese viaje llegó a mí después de esa noche en la casa de Paloma.

Me acuerdo que estuvimos hablando, profundo, como siempre. Esa vez me contó que había vuelto a clases de pintura y me mostró el cuadrito a óleo que había creado. Era un paisaje que habíamos visto juntas en el desierto de Perú.

¡Qué impresión!, -le dije mientras acercaba el cuadro a mi ojo todo lo posible-, así de cerca parece no ser nada. Pero, de lejos, adquiere todo el sentido. Como la vida.

Ese comentario nos abrió la puerta a una conversación sobre la perspectiva y la necesidad de tomar distancia para lograr claridad.

Pero, la verdad, es que la idea del viaje pudo venir de cualquier otra de las trescientas cosas que me pasaron por esos días. El caso es que, fuera por lo que fuese, el veinticuatro de abril estaba montada en un avión camino al Reino Unido.

Londres siempre había sido la ciudad de mis sueños, (tal vez por Adele, tal vez por los galanes de película, tal vez porque tiene princesas de verdad). Y, por lo mismo, me asustaba un montón conocerla. Tenía muy fresco el recuerdo del día que conocí París y me di cuenta de que la Torre Eiffel estaba hecha de acero y no de magia.

Conocer algo, -lo que sea-, sobre lo que se ha construido tanta expectativa es siempre un desafío tremendo. El asunto, por supuesto, no tiene la culpa de que uno lo haya llenado de todos los referentes posibles. Sin embargo, no se salva de cargar todo el peso. Y, por lo mismo, -casi siempre-, resuelta aplastado bajo montañas de decepción.

No voy a decir que Londrés me decepcionó, porque sería mentir. Pero, sí voy a decir que lo que más disfruté no fue nada de lo que tenía en mi lista de imperdibles.

El día que me encontré conmigo misma en ese viaje sucedió más o menos así:

Nos levantamos temprano, como toda la semana. Llegamos en metro hasta un punto y luego caminamos hacía un edificio grande e imponente que rezaba, en el letrero de luces de la fachada: LIGHTBOX

Lightbox era una invitación inmersiva a la trayectoria del artista David Hockney. Apenas entrabas en el cubo de inmensas pantallas, su trabajo, su vida y todas las historias que tenían raíces ahí te abrazaban en 360 grados.

Al principio fui timida. Me senté en una de las bancas de las esquinas. Pero, después, movida por algo que solo puedo describir como ilusión infantil, terminé en el centro de la sala, tirada en el suelo, derramando lágrimas de asombro.

No conocía a David Hockney, su arte no es mi estilo. Pero, la forma en la que contaba su historia, las palabras que elegía para narrar cada cosa que lo había perforado por dentro, retumbaron en mí como los ecos de un tambor hecho a la medida.

No sé si logré responder alguna de las preguntas que, inevitablemente, viajaron conmigo a Londrés. Pero, sí sé que esa experiencia me regaló el entendimiento de que la brújula de la vida está hecha de asombro.

Supe, ese día, que solo habitando el asombro podemos escuchar lo que el corazón trata de decirnos pero no alcanzamos a entender.

De ese viaje, -y especialmente de esa experiencia-, me traje la certeza de que lo único que va a ayudarnos a responder los interrogantes que no tienen huida es centrar la atención en lo que nos conmueve.

Hoy sé que solo conectándonos con lo que nos conecta lograremos entender para qué estamos aquí.
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